Reunido en Quintanilla de Arriba el jurado de este concurso de relatos, acuerda:
- Conceder el premio del apartado General al Relato Nº 123: Como un pellizco, de Alexis López Vidal de Valencia.
Según el jurado:
“ Relato intimista que va entreverando en varios niveles narrativos, la vida personal de un camionero, hijo de camioneros, mientras conduce a Polonia un cargamento de ayuda humanitaria destinado a Ucrania y procedente de la ayuda solidaria de un pueblo español , con los sentimientos y reflexiones que le provocan las caravanas de refugiados ucranianos que huyen de los horrores de la guerra en su país, con los que se va cruzando en su camino “.
Aquí podéis leer el Relato Ganador:
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Como un pellizco
El área de servicio, solitaria y empeñada en un mutismo que le resulta desacostumbrado, repele en lugar de ofrecer amparo. Se arrebuja en el anorak y busca una migaja de calidez en el confort de la prenda. El sol polaco, medroso como un perro habituado al castigo, insiste en su resguardo y, bajo la pelambre de nubes, le asaltan un millar de pensamientos: el examen de inglés del chiquillo, con su «Good morning 1» y los dibujos con que le obsequia antes de cada ruta; el aroma a bergamota del agua de colonia de Alicia, con su «Vigila la carretera y no te excedas al volante»; el estallido de los misiles contra el armazón de ladrillo y cotidianeidad hecho pedazos por la guerra narrada en el noticiario, con su «La barbarie alcanza Kiev». A su lado, la cabina del camión se recorta en el mismo cielo borrascoso, con ese consuelo de concha de caracol inquebrantable ante la pisada del mundo, recordándole la hermandad del camino compartido tramo a tramo. De su padre, camionero como él, aprehendió una querencia por las cosas sencillas y un pundonor que le nace de un punto indeterminado en el costillar, como un pellizco, que le hace ponerse firme al volante y dichoso del esfumado que el paisaje compone a un lado y otro de la vía.
En las últimas horas, por contra, se ha sentido pequeño, minúsculo en el interior de la cabina, acometido por la extrañeza de las guerras que no tienen cabida en las callejas de su pueblo, donde se juega al mus en los bares y se deja propina al camarero y se pide el cupón de lotería con un guiño, bromeando con que no vaya a caer el premio y te pille a ti en un puerto de montaña y no te enteres de que eres millonario hasta más tarde; tan distinto al modo en que caen las bombas en las azoteas jalonadas de ropa tendida al sol medroso, ese tan cobarde hasta para templar las sábanas, y no te enteras de que tu vida se ha deshecho en una escombrera de hormigón, hierro retorcido y miseria hasta que ya es demasiado tarde. Estira las piernas, se da unas palmaditas en los antebrazos y dirige una mirada al remolque. Se aúpa a la máquina y reemprende la marcha. La urgencia le lleva a la nuca una correría de hormigas. La distancia que separa la frontera entre Polonia y Ucrania y el pueblo castellanoleonés de camareros atentos y juegos de cartas es de al menos 3.000 kilómetros y, con una punzada de dolor, mirando con fijeza su efigie cansada en el retrovisor, deduce que aún debe de ser mayor la distancia a la que la cordura huye de los campos de batalla.
1 Buenos días.
Algo después un convoy de utilitarios, cargados hasta los topes de muebles equilibristas sobre los vehículos y pertenencias que nunca sospecharon ser parte de una hégira atropellada, acarrea a familias que se arraciman como animalillos en una conejera, con una mescolanza de horror e incertidumbre ovillándose en las miradas. La hilera de coches recorre con la parsimonia de una procesión el carril de su izquierda y, lenta pero inexorablemente, acaba por desaparecer en pos de algo, lo que sea, que pueda hacerles recobrar la dignidad. Alcanza el paso fronterizo al cabo de una hora, aunque, para entonces, el tiempo ha adquirido una condición elástica y se estira con una fatalidad vertiginosa. ¿Cuántos proyectiles habrán alcanzado las azoteas de ropa húmeda y antenas de televisión en su demora? ¿Cuántas madres habrán apretado los puños, hasta un blancor de rabia en los nudillos, aferrando el cuerpo tibio de sus hijos en la lobreguez de un subterráneo? ¿Cuántos padres, que antes resolvían el crucigrama del periódico dominical mientras el bálsamo del café recorría caprichoso los rincones de una salita minúscula, se despiden ahora de sus hijos con la pesadumbre de un arma sobre el hombro?
De su padre, camionero como él, aprehendió una querencia por las cosas sencillas y un pundonor que le hace ponerse firme al volante. Saluda con un gesto de la mano y explica a los militares polacos, en un inglés rudimentario prestado de la viveza y la paciencia de su chiquillo, que con ocho años le ha salido listo como un relámpago, que es español y trae comida, medicamentos y ropa para bebés en el remolque. Todo lo que han podido reunir, allá en el pueblo, para asistir a los refugiados que escapan de la guerra en Ucrania con la estampa indeleble de la barbarie pergeñada en las espaldas. Tras descargar las cajas, se da la mano con un soldado que acaba por abrazarlo y con ello le presta una migaja de la calidez que el anorak mendiga porque el mundo es frío, frío, y se vuelve gélido con el estrépito de los disparos. Descansa lo justo, lo bastante para cumplir con su querida Alicia, aromada de bergamota, y acomete el regreso; el retorno a sus callejas sin escombros ni miseria ni cuerpos desprovistos de futuro alfombrando las avenidas. En el interior de la cabina dedica un instante, breve, a su efigie en el retrovisor; luego otro, más pausado, a uno de los dibujos de su hijo: con ceras de colores y pericia, le ha retratado con su camión y una enorme bandera ucraniana, como un arcoíris bicolor sobre el hombrecillo rechoncho. A un lado, con caligrafía esmerada, ha escrito: «I’m proud of you2». Siente una pulgarada en un punto indeterminado del costillar, como un pellizco, y se yergue al volante. Está seguro de que al chiquillo le irá bien en el examen de inglés. Quisiera pensar lo mismo del mundo.
2 Estoy orgulloso de ti.
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El jurado ha querido hacer una mención al Relato Carasol de Lourdes Aso Torralba de Jaca, Huesca. De este Relato el jurado ha querido resaltar: “ La calidad del texto, su fácil y amena lectura y la referencia que hace a este problema tan próximo a los pequeños pueblos del interior de España que se despueblan “.
- Conceder el premio en el apartado local al Relato Nº 7: Mochiles de Begoña de la Fuente Redondo, de Gijón.
El jurado ha dicho de este Relato:
“ Este texto es divertido , por las graciosas anécdotas , algunas entre cientos que se podrían contar, las vemos en la distancia. Es ameno, con un original reparto de personajes entre los que están un asno y unos niños que descubren el mundo. Y además es sabio, si muy sabio . Por que un burro que piensa , discurre y aconseja, sólo puede ser sabio. Sino que le pregunten a Samaniego. Por todo eso creemos que se merece el premio este relato “.
Aquí podéis leer el Relato ganador Local
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MOCHILES
Estaba yo en la era, aburrido, tirando del trillo, y un par de mocosos me miraban dar vueltas y más vueltas como lo que soy, un burro viejo. Hablaban de lo bueno que sería ir de mochiles conmigo, trotando por los caminos. Pobre de mí. Ojalá pudiera trotar, pero bastante tengo con ir al paso. Estos dos se creen que ser mochil es ir de paseo. No tienen ni idea. Muchos he llevado dormidos entre las albardas, tantos que no sé contarlos. Alguno se ha caído. Aunque yo pongo mucho cuidado, a veces las veredas están difíciles, o la carga va mal colocada. Uno, muy desmedrado, salió volando por encima de mis orejas, cuando me tuve que parar de repente para dejar paso a un jabalí. Otro, con mucho descaro, al primer recodo me hizo parar, colocó toda la carga en una albarda y se metió en la otra a dormir hasta que llegamos. Ese duró poco de mochil, tenía ya doce años, era fuerte, manejaba la hoz casi mejor que el tío Eusebio y le pusieron primero a espigar con las mujeres y pronto a segar con la cuadrilla. Los mochiles crecen y yo me hago viejo, pero aunque las cuentas se me den mal, mi memoria es buena. Me acuerdo mucho del chico forastero del verano pasado, el hijo del Marcelo.
A mí nadie me cuenta nada, claro, quién va a ponerse a hablar con un burro, pero de todo me entero. El chico me trataba bien, nos hacíamos compañía y yo le escuchaba cuando hablaba solo, para quitarse el miedo. Tenía miedo al campo, el infeliz, mira que tontería, pero es que no estaba acostumbrado. También me daría miedo a mí andar por la ciudad entre coches parecidos al que trae al obispo cuando viene a las confirmaciones, que se apea con el hisopo en la mano y bendice hasta a los burros que estamos a tiro.
Vino en época de siega. A las cuatro de la mañana me aviaban a mí la carga en las albardas y le colocaban a él sobre mi lomo. Había que llevar la comida a los segadores de los pagos más lejanos. El chico no se sabía el camino. Basta con que lo sepa el burro, le decían. Claro que yo lo sabía, ese camino y los demás, pero hasta que cogió confianza, el pobre mochil temblaba como una vara verde. Para tranquilizarse, repetía en voz baja, como una letanía, los recados que le habían encomendado dar. Que a tu niña le ha salido un diente, Elías. Que tu madre ya está mejor, Isidro. Yo me los aprendía, pero no sabía decirlos. Para eso estaba él, para repetir a cada uno lo que le encargaban y para que los burros no creyéramos que nos dejaban sueltos. Ni que los burros fuésemos tontos...
Tuvo suerte el chico, en esa época los caminos estaban buenos y salíamos con la fresca.
A la vuelta hacía más calor pero, de vacío, caminábamos ligero y volvíamos en la mitad de tiempo. Los segadores le daban pan mojado en vino y dormía hasta que a la entrada del pueblo yo coceaba un poco para que se espabilara y me acompañase a la fuente, antes de volver, yo a mi corral y mi cuadra, y él a casa de sus tíos, que le habían acogido una temporada.
Nunca terminaba de matar el hambre, el chico. Los garbanzos del almuerzo y las patatas de la cena iban acompañados de poca cosa o de ninguna y tapaban el plato sin llegar nunca a colmarlo. Al principio no se atrevía, pero terminó haciendo lo de todos, robar un poco del hatillo de cada segador. Poco y repartido para que no se notara, aunque lo sabía todo el mundo y la mayoría de los que hoy siegan fueron mochiles. A este le pilló de nuevas. Sabía lo que sabe un niño de barrio, pero el campo le gustaba tan poco como al Marcelo, su padre, y si se hubiese quedado, tendría mucho por aprender.
Se fue pronto. Su madre vino a recogerle en cuanto pudo, le echaba de menos Él se puso muy contento, claro. Antes de marchar vino a despedirse y me rascó entre las orejas y todo.
Espero que el chico conserve el apetito pero no lo aumente, y espero también tener fuerzas para llevar a unos cuantos mochiles más. Seguiré hasta que pueda, llevando mi carga por el camino que me manden, que para eso soy un burro de pueblo. Yo, por mi linde, aunque es bien sabido que se acaba la linde y el burro sigue.
Cuentista (seudónimo)